24.3 C
San Fernando del Valle de Catamarca
InicioSociedadMundos íntimos. Siento culpa: mi papá murió en un geriátrico. Pero antes...

Mundos íntimos. Siento culpa: mi papá murió en un geriátrico. Pero antes su mente lo abandonó y se olvidó incluso de comer

Cuando mi papá salió de casa para ir a una residencia de mayores, mi corazón sabía que nunca más iba a regresar. ¡Y así fue! Irónicamente puedo olvidar una cita médica o sacar la ropa de la lavadora, pero jamás lo que sucedió ese 22 de abril de 2017.

Mi papá, que para ese momento tenía 88 años, se había perdido dentro de sí mismo. La mente abandonó el cuerpo. El hombre de carácter fuerte, pero de estatura pequeña, se extravió en los recovecos de su cabeza. Comenzó por olvidar los meses, las cosas, los nombres; a ser repetitivo con las ideas e irritable casi todo el tiempo, hasta llegar al punto de quedarse inerte frente a la comida por no saber cómo masticar.

Fue muy duro tomar la decisión de llevarlo a una residencia, pero también todo lo que se vivió antes y después de dar ese paso. Al dolor de ver cómo desaparecía frente a nuestros ojos, se sumó el juicio ligero de las personas que, con miradas acusatorias, me decían “él pudo cuidar de ti cuando eras pequeña pero ahora que está viejo no puedes hacer lo mismo” El sentimiento de culpa se multiplicó por tres y quedó incrustado entre el pecho y la espalda. “Mala hija”, era el susurro que escuchaba en mi cabeza constantemente.

La enfermedad Demencia senil. Ese fue el diagnóstico médico. ¿Demencia? ¡Qué palabra tan oscura y dolorosa! Ese término desapareció a mi papá. Al hombre que me enseñó matemáticas, a ser puntual en la vida y a llevar los mejores trabajos de historia del arte al colegio.

Con una nieta. El papá de Betty Hernández cuando se encontraba bien.

Por supuesto, esa nefasta demencia senil no apareció de la noche a la mañana. No. Estuvo varios años goteando las paredes de su mundo mental hasta inundarlo por completo. Los últimos tres meses de su vida fueron los peores, porque ese goteo lo borró del plano familiar y afectivo. Demencia senil. ¿Por qué tiene esto mi papá? ¿Qué va a ser de él?

“¡Por favor Dios, que no sufra, que sea rápido!”.

El proceso Yo dejé de vivir con mis padres cuando tenía 23 años; sin embargo, tenía por costumbre visitarlos los fines de semana. Así que, para bien o para mal, tenía la ventaja de ver el paso del tiempo en ellos o cómo la vejez se apoderaba especialmente del cuerpo de mi papá –mi madre es 15 años menor que él–.

Con Chiquita. Así se llamaba la perra Rottweiler del padre de Betty Hernández.

Manchas en las manos. Movilidad reducida. Dolores en todo el cuerpo. Preguntas repetitivas. Pérdida de peso. “Es normal a su edad”, era la respuesta que cualquier doctor podía darme cada vez que lo llevaba a una consulta médica. En este punto entendí que “normal” es un término que varía dependiendo del lado en el que se está dentro de una historia.

Mi papá nació en las Islas Canarias (1929) y como muchos europeos de aquella época, decidió migrar a Venezuela a mediados de los años 70. Después le alcanzarían mi madre y mis hermanos (yo fui la única que nació en Caracas). Era un hombre fuerte, tanto de espíritu como de carácter. Trabajó hasta los 77 años y cuando se vio en casa sin mayor actividad, perdió el interés por la vida y por las cosas que disfrutaba hacer como jugar con los perros, limpiar el jardín o ver el fútbol.

Con el tiempo llegaron las enfermedades y las operaciones: problemas intestinales, arteriales, cardíacos; marcapasos, angioplastia, hospitalizaciones. Lo más difícil vino cuando se cayó en casa, a los 86 años. Su cabeza fue a dar directo contra el suelo. Perdió el conocimiento por unos ¿segundos? ¿minutos? No lo sé, el tiempo transcurre de forma misteriosa ante un suceso inesperado.

Mi hermano corrió con él a la clínica. Yo los alcancé luego y cuando llegué a urgencias no lo reconocí. Estaba frente a un hombre que no podía atinar las palabras y los pensamientos. Le dije a mi hermano: – Algo no anda bien con papi (así le decíamos mis hermanos y yo).

– Betty, no seas exagerada, vamos a esperar. Debe estar aturdido por el golpe que se llevó en la cabeza.

Le insistí al médico que le hiciera una tomografía de cráneo (el golpe había sido en la cabeza pero extrañamente era la zona que menos habían revisado) y las imágenes mostraron que, en efecto, “algo no estaba bien”.

¿Ves todas estas manchitas? Tu padre ha sufrido varios mini infartos cerebrales que, poco a poco, van a ocasionarle un gran deterioro mental o, lo que es lo mismo, se va a volver loco, un poco “cu-cu”. Será solo cuestión de tiempo. Olvidará todo, hasta cómo caminar.

Me costó procesar el resultado del estudio y la forma tan brusca con la que el doctor se expresó. Recuerdo que estábamos en el sótano de la clínica y luego de quedarme en blanco por unos ¿segundos? ¿minutos? subí corriendo las escaleras de emergencia y busqué la salida. Necesitaba llorar, respirar, gritar. No logré hacer nada de esto.

A los días lo llevamos a casa y, aunque había recuperado la noción de las cosas, era evidente que las piezas se habían movido.

¿Qué día es hoy?

¿Cuándo cobro la pensión?

¿En qué trabaja Betty?

Fueron sus preguntas iniciales recurrentes. Con esta enfermedad lo primero que desaparece es la memoria a corto plazo. Así que, por mucho que lo intentara, era incapaz de recordar si había estado por la mañana en el médico o lo que comió en el almuerzo. Seguido a esto llegaron las alteraciones de humor y las paranoias hacia nosotros.

La última Navidad que pasamos juntos, mis padres, mis hermanos, mi sobrina y yo fue la de 2016 y ahora que lo escribo siento que fue como una especie de regalo de despedida que la vida nos dio, porque a partir de enero de 2017, el pronóstico del médico se cumplió.

“¡Por favor Dios, que no sufra, que sea rápido!” ¡Me voy a trabajar!

¿Dónde está mi mamá?

¿Quién agarró las llaves del auto?

Fueron los primeros –y más duros– desfases que tuvo con la realidad. Mi mamá lograba calmarlo y hacerle entender el presente pero luego, en la madrugada, se levantaba de la cama, se vestía e intentaba salir de la casa. Empezó a caerse, a hacerse daño, a hacernos daño.

Mis hermanos y yo nos internamos por varias semanas con ellos. Le dábamos el tratamiento médico, lo asistíamos en sus movimientos y nos turnábamos por las noches para vigilar que no se lastimara, pero esa dinámica era imposible de sostener a largo plazo. Todos trabajábamos, mi hermana y yo vivíamos en otras ciudades, contratar personal a domicilio se salía del presupuesto, mi madre –sobreviviente de cáncer– por mucho que lo intentaba no podía lidiar, ni física ni emocionalmente, con la nueva realidad de su esposo.

La noche era lo más complicado porque las personas con demencia se alteran y desorientan cuando oscurece. Así que, una vez pasada la tarde, él entraba en una especie de estado de alerta. Su cara y sus gestos se transformaban. Era algo muy doloroso de ver porque, al no reconocernos, creía que éramos unos extraños tratando de atentar contra su vida y esto me quebraba en mil pedazos.

“¿Cuándo se le va a pasar esto a tu papá?”. Con una sola palabra le respondí a mi madre: Nunca.

La decisión Finalmente llegó el día.

El día de empacar su ropa y medicinas; de escribir en una libreta los detalles que el personal de la residencia debía conocer. El día en que el dolor y la culpa se quedaron, para siempre, atascados en mi garganta.

Nadie imagina el sufrimiento de las familias que toman una decisión como esta, los sentimientos de culpa que se convierten en compañeros permanentes, los pensamientos intrusivos que afloran por las noches, las palabras que se quedan a medio decir porque algo se rompió, el silencio escandaloso que no se va nunca.

Una parte de mi papá quedó en la residencia y la otra en casa, conmigo, en los recuerdos a los que traté de aferrarme.

“¡Por favor Dios, que no sufra, que sea rápido! Perdóname, papá” Dado lo rápido que avanzaba su deterioro, tanto físico como mental, le dije a mis hermanos que veía poco probable que papi llegara con vida a la Navidad de ese año y así sucedió. Solo estuvo en la residencia tres meses, en los que la lucidez lo visitó de forma fugaz. Mezclaba todo: pasado, presente, nombres, parentescos. Era como si metiera la mano en el cajón de la mesa de noche, tratando de encontrar un recuerdo al que agarrarse pero se le escurría entre los dedos.

En medio de la tormenta emocional, siempre llegaba alguien tratando de dar ánimos con frases trilladas. “Tranquila, todo tiene solución menos la muerte”. Yo me quedaba callada pensando: ¿y qué pasa cuando la muerte es la única salida a un problema? (nadie nos advierte que esto también puede pasar) Cuando lo visitaba en la residencia le pedía a Dios que se lo llevara, que acabara con tanto dolor. A “eso” no se le podía llamar vida. Por supuesto, pensar esto me hacía sentir aún peor persona. ¿Qué clase de hija le desea la muerte a un padre? En mi caso, una que entendió que ya no había nada que hacer con la enfermedad.

Como si fuera poco el terrible estado en el que se encontraba, llegó a su historial un nuevo monstruo: el cáncer.

Apareció un martes, en los exámenes de rutina que le hacían en la residencia. Mientras el doctor, al otro lado del teléfono, me explicaba que era necesario conocer qué tipo de cáncer era para poder aliviar el dolor (en la condición en la que estaba, no resistiría ningún tipo de tratamiento) yo solo pensaba: “¡por favor Dios, que no sufra más, apiádate de él!” Mi papá murió esa misma semana, la del diagnóstico nuevo, la del cáncer.

Recuerdo que era miércoles por la noche. Estaba a punto de entrar a una clase de yoga y me llamaron de la residencia para decirme que no había querido comer, abrir los ojos, ni moverse de la cama durante todo el día. Les dije que al día siguiente iría a verlo para llevarlo a una cita con el oncólogo. Guardé el teléfono, entré a la sala y se me ocurrió dedicarle la práctica de yoga.

Imaginé que estábamos juntos. Lo abracé y le dije que estaba bien si quería abandonar ese cuerpo que ya no le funcionaba, que lo entendía, que merecía estar en un lugar bonito, lleno de paz, libre de dolor, con sus padres. “Si quieres irte, hazlo. Allá están los abuelos y tus hermanos, te encontrarás con ellos. No te preocupes por nosotros, estaremos bien y llegaremos cuando sea el momento. Por favor, perdóname”.

Dormí poco esa noche. Al día siguiente me levanté temprano y cogí el auto para conducir hasta Caracas. De camino hice una parada en una estación de gasolina, necesitaba llenar el tanque de combustible y justo en ese momento recibí un mensaje de la residencia: “Lo siento, su papá acaba de fallecer”.

Me rompí y lloré con la frente puesta sobre el volante. Era una mezcla de dolor, alivio, orfandad. Iba sola. El hombre de la estación de servicio me preguntó por la ventanilla del copiloto si me encontraba bien. Atiné a decirle “mi papá acaba de morir”.

– Lo siento mucho, señorita.

Sonreí. Era la segunda condolencia que recibía. La primera fue a través de un mensaje de WhatsApp y la otra de un desconocido.

Vuelvo de nuevo a la carretera y mientras conduzco, le doy gracias a Dios por habérselo llevado de aquí. Automáticamente siento que mi duelo había comenzado hace mucho tiempo, con mi padre aún con vida.

Después de 5 años, terapia y una mudanza a otro continente (me fui de Venezuela) cierro los ojos y puedo sentir la angustia de las noches, el dolor de verlo desaparecer lentamente, la impotencia de no poder ayudarlo, y al mismo tiempo escuchar su voz fañosa, su particular humor negro y lo que siempre decía cuando se enteraba que alguien había fallecido: “si se murió es porque estaba vivo”.

La culpa sigue visitándome de vez en cuando.

————-

Betty Hernández nació en Caracas en 1980. Es periodista, locutora y escritora. Estudió y desarrolló su carrera profesional en la capital de Venezuela hasta 2018. En noviembre de ese año, debido a la crisis política, económica y social que atraviesa el país, decidió erradicarse en España para comenzar de nuevo. En la actualidad vive en Granada – Andalucía, donde colabora en los medios regionales La Gaceta de Andalucía y esRadio Andalucía, además de organizar eventos culturales en la ciudad. Desde 2020 se dedica a investigar sobre los procesos de creación literaria y el síndrome del impostor en la escritura.

MAS NOTICIAS
NOTICIAS RELACIONADAS