Para los pescadores deportivos, el entusiasmo por vivir una jornada sobre el agua puede ser irrefrenable. Cuando ya estamos en la ruta, no importa nada. Y allá vamos, contra viento y marea, lo que a veces, puede ser literal.
Daniel Vadillo lo cuenta en “El último Bote”, y dice así:
Principios de los ochenta, Laguna de Gómez en su mejor época. La madrugada brumosa de un Jueves Santo me encontró transitando, con mi amigo José, una ruta 7 repleta de automóviles con pescadores.
— ¿Reservaste bote, no? Y la pregunta pegó fuerte. Enseguida tomamos conciencia de nuestro destino: tendríamos que procurar adelantarnos al resto, o estaríamos condenados a pescar de costa, que sería lo mismo que pescar nada.
Recuerdo que aceleraba y sobrepasaba tantos autos como podía; pero mis intentos por adelantarme se frustraban contra un telón blanco sobre el parabrisas del Renault 12, y otra vez volver a la fila. Con apuro y con paciencia, entre aceleradas y frenadas, se fueron acortando los kilómetros que nos separaban de la laguna.
Una extensa cola de pescadores que ocupaba con sus pertrechos todo el largo del muelle, esperaba su turno para conseguir un bote. Y nosotros, en el último lugar.
Uno a uno iba embarcando y con cada bote que partía se esfumaban nuestras ilusiones de lograr una pesca, por lo menos, decorosa.
—Tienen suerte, muchachos. ¡El último bote! –nos dijo el encargado.
Allí estaba, amarrado y solito; era el que todos habían desechado. Un casco plástico, vetusto y diminuto, con piso de maderas crujientes de un rojo desteñido.
—Es lo que hay -acotó el botero-, mientras ayudaba a colocar nuestro poderoso Yumpa 5. Y partimos ¡a la aventura!
La jornada de pesca comenzó venturosa. El sol asomó limpio, despejando los últimos vestigios de la espesa niebla. En el bote había un ancla, especie de grampín de manufactura casera, con dos hierros oxidados, que enseguida fue a parar al agua y comenzó la acción. Las boyas se paraban y corrían; alguna clavada certera de tanto en tanto y unos lindos pejerreyes se atesoraban en la bolsa.
Tanta felicidad duró hasta media mañana. Primero se escuchó un silbido agudo que interrumpió la calma; y en un lapso muy breve, el agua comenzó a encresparse. Y luego, se desató la tempestad.
Recuerdo que el ancla apenas arañaba el fondo de la laguna y el pequeño bote era arrastrado en forma incontenible, no sabíamos a dónde.
¡Emergencia a bordo! Recoger las líneas, ponerse los chalecos salvavidas, bajar la carga al piso y aguantar el bote con los remos. Fueron segundos eternos los que llevó poner el Yumpa en marcha.
El panorama era desolador. En pocos minutos no quedó ni un solo bote en la laguna; no teníamos a nadie a quien pedirle ayuda, ni un elemento con qué llamar la atención. Los celulares… ¡no se habían inventado! Las olas entraban por la proa. Las mojarras, antes condenadas a morir como carnada, ahora nadaban entre nuestros pies disfrutando su completa libertad. José, sentado en el piso, no paraba de achicar sacando agua con el balde. Era todo lo que nos quedaba de este mundo a punto de desaparecer, y nosotros con él. Echábamos maldiciones a gritos, que nadie podía escuchar.
Para colmo de males, a medida que el motor aceleraba, el bote embarcaba más y más agua. No quedaba otra que capear el temporal apenas regulando y corrigiendo el rumbo entre una ola y otra. De tanto en tanto, el motor parecía toser amenazando con detenerse. Ni pensar en reponer combustible en esas condiciones.
El muelle, destino seguro y salvación, se divisaba perdido en el horizonte; y nuestros avances eran realmente despreciables. Casi dos horas de intensa lucha nos costó llegar a tierra. El viento continuaba soplando con fuerza; y ya todos se habían ido. La flotilla de botes, formando una hilera prolija, que descansaba sobre la costa. Nadie advirtió nuestra ausencia, y menos aún, creo, nuestra llegada.
Maltrechos y empapados, atamos el bote a los palos del muelle y trepamos por la escalera. Mientras caminaba hacia el auto arrastrando el fuera de borda con la poca energía que me quedaba, no pude menos que darme vuelta a contemplarlo. Allí estaba otra vez, muy solo en el agua: “¡El último bote!”
¿Cómo terminó nuestra historia? Con una sustanciosa parrillada en un cruce de rutas; siesta, al reparo de un cartel, para reponer fuerzas; y el regreso a casa con las primeras sombras de la noche.
¿Y la historia del bote? Vaya uno a saber qué otros padecimientos se habrán vivido a bordo…
por Juan Ferrari
Galería de imágenes